Le Zappeur n°4


Número 4 - Octubre de 2018

Editorial nº 4



Editorial

Una dulzura sin esperanza
Por Caroline Leduc



A la hora de hacernos cargo de los niños y adolescentes, ¿asistimos, actualmente, a un punto de inflexión que deslizaría su principio rector desde “la protección del niño” hacia la protección contra él? Llamadas a la policía en las instituciones y las escuelas, profesionales formados en las técnicas de auto-defensa e incluso protegidos por guardaespaldas: se trivializa el recurso a la fuerza y a la autoridad bruta. ¿Tanto miedo tenemos de aquellos de quienes nos ocupamos? Este miedo que paraliza y nos expulsa de nuestra función, sin embargo ¿no nos pone de facto en la posición de recibir golpes? Este número de Zappeur explora algunas maneras de captar este impasse, ¡y de salir de él!

Martine Revel examina al niño maléfico de nuestros cuentos ultra-contemporáneos. Esa figura inquietante, familiar, de los amantes de las películas de terror, ¿qué representa esta figura que da en el blanco, por la angustia que inspira? Objeto habitual de nuestra ternura, el niño resulta en esas ficciones el enemigo íntimo y extraño a la vez, del cual no alcanzamos a separarnos. Pero eso permanece como una ficción, con la cual jugamos a “aterrorizarnos… con delicia”.

La solución al impase de las violencias en espejo, ¿reside en la educación positiva, promovida recientemente por el Consejo Europeo (1)? Delphine Jézéquel disecciona los postulados de la “comunicación no-violenta” que es uno de sus fundamentos, método supuesto expurgar de toda hostilidad, cólera o conflicto la relación al niño –cuya hipótesis principal implica que, en contrapartida, el niño tampoco producirá nada esto. ¡Es mágico! La violencia desaparece del cuadro –como al final de un cuento de hadas o de una comedia romántica hollywoodiense. Es hacer como si lo simbólico pudiese liquidar completamente las oleadas pulsionales, a veces tsunamis, que animan el cuerpo viviente.

En un texto de orientación, traducido y recogido para este número, Miquel Bassols refuta implícitamente las tesis de la no-violencia. Muestra cómo la ausencia de toda manifestación agresiva puede resultar de una gran violencia cuando no se le deja ninguna escapatoria. ¿Qué otra salida –sino la sangre- a una tal dictadura? Algunos niños lo saben, aquellos para los que el silencio, las miradas desviadas, el enojo prolongado, son las únicas armas para responder a la plaga del mandato de gentileza de los padres o educadores. ¡Mi gentileza en tu jeta! –Por así decir…

Miquel Bassols subraya, así, el interés de distinguir la violencia de la agresión, el acto de la acción. Despliega cómo, según los casos, la violencia no se ve situada en el mismo punto de la estructura –diagnóstica, pero, más allá, en todas sus infinitas variaciones. En una demostración apasionante sobre la relación del acto a la violencia, indica que es en la frontera, donde el cuerpo vivo y la palabra se desposeen, que se juega toda posibilidad de un acto, “ahí donde la pulsión cesa de estar anclada al significante para aparecer como lo que es siempre, en su límite, pura pulsión de muerte”. Así, cada acto porta en sí mismo la huella de la violencia primaria que ha hecho falta para arrancar del mundo la primera representación del Otro, el primer objeto, del yo, la primera limitación.

Releyendo a Freud, Hélène Deltombe recuerda también que “la violencia es nuestro destino”: lejos de ser un exceso accidental o patológico, es el clima nativo de todo sujeto en devenir, confrontado con el goce de su cuerpo, pero también aquello que del Otro le determina. Nos precisa las condiciones de su eclosión, no sin un resto de violencia, algo que aquellos que acompañan al niño han de tener en cuenta.

Esto no pasa necesariamente por la amabilidad o la empatía, menos eficaces en tanto que no son dirigidas sino por el ideal de los partenaires del niño. La amabilidad no produce amabilidad –hecho obstinado del cual se trata de extraer consecuencias. A priori, no se sabe, con qué Otro se las tiene que arreglar el sujeto. “¡Oh, has escupido en el café, lo que me ofreces es asqueroso!”- así respondía un niño al amable ofrecimiento de su educadora de una bebida caliente. Algunos niños han tenido como partenaire desde el origen a un Otro que no les ha regalado nada. La acogida benevolente cuando es esperado el Otro malvado, ¡puede producir estragos! La empatía jamás ha sido suficiente y, más bien, estorba. Si es la silla sobre la cual se asienta la práctica, el menor fracaso la retira brutalmente, ¡y todo el mundo cae al suelo! Será entonces tentador hacer del niño ese monstruo maléfico de la película de terror que para nada quiere nuestro bien.

Emmanuelle Chaminand Edelstein muestra en su texto cuán útil es desprenderse de la búsqueda de una causalidad en el acto violento ignorado por el sujeto mismo, desbordado, sin el riesgo de la escalada sin fin de la relación de fuerzas. Busquemos más bien las “condiciones de la explosión”. Para N., del cual presenta la viñeta, es el desbordamiento de una excitación sexual inasimilable. Es entonces el interés por su “consola” y los juegos lo que opera un aligeramiento de la pulsión ordenando su cuerpo, lo que permitirá, a minima, dialectizarla.

En su texto de orientación a nuestra Jornada, Jacques-Alain Miller incita ciertamente a “proceder con el niño violento preferentemente por la dulzura, (pero) sin renunciar a utilizar, si es necesario, una contra-violencia simbólica” (2) –proponiendo una salida a esta oposición. Miquel Bassols evoca en su texto la única autoridad que vale, la de “la autorización del sujeto en su deseo y en la cesión del poder a la palabra”. Aquello de lo que se va a tratar para construir su posición, es de localizar las coordenadas del boom de la violencia, el punto de real en juego para el niño –que, fuera-de-sentido, no nos apunta.

2.- Miller J.-A., “Niños violentos”, revista Carretel nº 14, p. 17.



Acto de violencia


Tomo el título para este breve texto de una conocida novela de Manuel de Pedrolo (1) escrita en 1961 en pleno franquismo y cuyo argumento es tan simple como efectivo. Toda una ciudad, oprimida desde hace años bajo el poder del dictador, se moviliza para derrocarlo a partir de una simple consigna que ha empezado a circular de mano en mano en un panfleto anónimo: “Es muy sencillo: quedaros todos en casa”. Tres días bastan para que el poder cambie de lugar sin verter una sola gota de sangre. La gran “movilización” es pues una detención de todo movimiento, de toda acción, de toda respuesta agresiva, pero el resultado es, en efecto, un verdadero acto de violencia. La novela tenía un primer título, “Rompamos los muros de cristal”, que fue desestimado por su autor seguramente porque invocaba, a pesar de la invisibilidad de la fuerza opresiva, una acción agresiva que no quería animar.

Sirva esta referencia para señalar de entrada la necesidad de distinguir, a la hora de considerar el tema de los niños violentos, el acto de la acción, y la violencia de la agresión. No toda acción es un acto, no toda violencia implica una agresión. Es la distinción que Lacan subrayó en distintos momentos de su enseñanza y sin la cual tanto el fenómeno de la violencia como el de la acción agresiva quedan difuminados en una misma y confusa conducta. Una acción motriz sólo se convierte en un acto si después de ella hay una modificación del sujeto, sujeto que es en realidad el efecto de este acto más que su causa. El ejemplo, tomado por Lacan, de Julio César atravesando el Rubicón no puede entenderse como una simple acción motriz sino como un verdadero acto después del cual el propio sujeto se ha modificado para ser ya Otro en relación a sí mismo, y para modificar a la vez su vínculo con el Otro ante el que sostendrá su acto. Por otro lado, sin ser en sí mismo un acto violento, tampoco podemos decir que sea ésta una acción agresiva. Pero la violencia que implica no deja de ser inherente a la modificación radical del sujeto en el acto de atravesar la frontera que el río simboliza. Así, entre acto de violencia y acción agresiva se abre un abanico de singularidades que debemos tener en cuenta a la hora de tratar la violencia, tanto en la infancia como más allá de ella.

Tal como señala Jacques-Alain Miller en el texto que preside nuestras elaboraciones sobre el tema, (2) el plural de “niños violentos” implica entonces que “el niño violento no es un ideal-tipo”, que hay violencias muy distintas y que es preciso distinguirlas según cada caso. Por ejemplo, no tiene nada que ver la violencia del niño autista, pura defensa ante lo real que invade su cuerpo sin sostén alguno en una imagen especular, con la violencia del paranoico, que rompe precisamente esta imagen especular en la que ha encontrado a su Otro perseguidor. Y nada tienen que ver estas dos, en lo que pudieran tener en común, con la del niño neurótico que atraviesa la ventana de su fantasma con un pasaje al acto que realiza la tensión agresiva que ese fantasma mantenía en una escena imaginaria. Y, aún, deberemos distinguir cada una de éstas de la violencia contenida en la misma tensión agresiva que podrá desplazarse a otras acciones, exentas de agresión pero que no dejarán de llevar la marca de aquella violencia inicial. Señalemos, por otra parte, que no hay nunca un verdadero acto, con la separación que supone necesariamente de su objeto, sin cierto grado de violencia, aunque más no sea la que implica la castración simbólica, aquella que hace posible que “el goce sea rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo”, (3) según la sentencia de Lacan evocada en ese mismo texto. Si todo acto verdadero tiene siempre un rasgo de automutilación, de separación del objeto que se llevaba, por así decirlo, pegado al cuerpo, no es por la mayor o menor brutalidad de esta separación como podremos medir su carácter de violencia, sino por las consecuencias que tenga para el propio sujeto. Volvamos de nuevo al niño autista, para encontrarlo preso de una violencia extrema ante la sola separación del objeto que lo acompaña necesariamente de un lugar a otro, separación que en sí misma no parecerá violenta para aquél que lo esté observando o, incluso, para aquel que esté forzando esta separación. Y, al revés, preguntemos al mismo observador su impresión sobre la violencia que supone la autolesión que otro niño se produce a sí mismo con un daño irreversible pero sin dar señales de dolor alguno. La violencia es cada vez un fenómeno subjetivo que tiene distintas vinculaciones con la acción de agresión efectiva y manifiesta, o con la tensión en la que queda contenida de manera no menos agresiva.

Sea en un extremo o en el otro de este amplio abanico clínico, la violencia tiene siempre, sin embargo, un mismo rasgo señalado muy pronto por Lacan: “¿No sabemos acaso que en los confines donde la palabra dimite empieza el dominio de la violencia, y que reina ya allí, incluso sin que se la provoque?” (4)El dominio de la violencia empieza allí donde se rompe el pacto simbólico de la palabra, allí donde la pulsión deja de tener su amarre en el significante para aparecer como lo que es siempre en su límite, pura pulsión de muerte. Pero la frontera entre los dos dominios no es tan nítida y simple como querría la buena voluntad del mediador, para rehacer ese pacto roto de la palabra, y devolver sus límites al goce de la pulsión. Porque, tal como indica Lacan, la violencia reina también en esos mismos confines, incluso sin que nadie la provoque y la desencadene con cualquier chispa, ya que esa chispa puede ser la palabra misma. Hay pues una violencia inherente a lo simbólico. En realidad, al contrario de lo que se suele pensar, la violencia es un producto, nada natural, de lo simbólico mismo, del malestar en la cultura al que Freud dedicó su texto inaugural para sacar definitivamente al “buen salvaje” de su paraíso. Es por ello, que al hablar de niños violentos debemos distinguir —como indica Jacques-Alain Miller— “la violencia como emergencia de una potencia en lo real y la violencia simbólica inherente al significante que cabe en la imposición de un significante-amo”. (5) Incluso podemos llegar a decir que el significante, el significante que es el soporte de la lengua y de sus formas de satisfacción pulsional, es la primera violencia ejercida sobre el cuerpo. Violencia más o menos suave, violencia más o menos dulce según sea una canción de cuna o un feroz imperativo sin nadie todavía que pueda obedecerlo, pero violencia al fin y al cabo. Ya sea en un caso como en otro, la violencia inherente al significante es una violencia que puede ser rechazada por el sujeto, antes mismo de que llegue a obedecer a su sentido. Volvemos por ahí al caso del niño autista que se rehúsa al vínculo, que el significante establece con el Otro, y que a partir de ahí sentirá como una violencia intolerable.

Así los fenómenos de la violencia, y muy especialmente en la infancia, no son separables de la relación que el sujeto mantiene con la pulsión y con aquello que limita el goce pulsional. Este límite, subrayó Lacan, no podemos encontrarlo en la Ley, por muy distinta a la simple norma que la supongamos, no podemos encontrarlo tampoco en la prohibición clásicamente atribuida a la función simbólica del padre. No es la Ley ni la prohibición la que puede poner límite a la violencia y al goce de la pulsión de muerte. Esa Ley, indica Lacan, “hace solamente de una barrera casi natural un sujeto tachado”. (6) Es decir, la ley simbólica, la ley misma de la castración, no tiene en sí misma la posibilidad de limitar el goce, más bien a veces puede empujar al sujeto hacia ese territorio, como bien vemos en el caso de Sade, en su relación con la ley kantiana estudiada por Lacan. La ley no hace otra cosa que inscribir eso que Lacan llama ahí “una barrera casi natural” —y todo el problema es ese “casi”— como un sujeto tachado, como un sujeto dividido entre deseo y goce. Ahí donde hay deseo hay siempre una pérdida inevitable de goce. Esa “barrera casi natural” no es otra que lo que Freud llamó “principio del placer” que, lejos de igualarse a una voluntad de goce, lo limita. “Pues es el placer el que aporta al goce sus límites, el placer como nexo de la vida, incoherente”, sigue escribiendo Lacan allí. La violencia del goce no sigue pues el principio del placer, como se podría suponerse según una concepción demasiado rápida del “instinto violento”, sino que se sitúa más allá de ese principio. Entonces, el principio del placer tiene sus razones para limitar la violencia del goce o el goce de la violencia. No son razones distintas a las que Lacan evoca al final del texto, señalado por Jacques-Alain Miller de nuevo, en la figura de la Ley del deseo, la que implica esa pérdida de goce necesaria para renunciar a la violencia como “emergencia de una potencia en lo real”.

Creo que podemos encontrar una figura de esta Ley del deseo en una noción que Lacan no indica de forma explícita pero que me parece pertinente señalar en relación a la problemática de los “niños violentos”. Es la figura de la autoridad, que no es necesariamente la de la autoridad paterna o la autoridad de la norma legal, incluso puede oponerse a ella. Es la autoridad de la autorización del sujeto en su deseo y en la cesión del poder a la palabra. Encontramos esta referencia en alguien que fue un maestro de Lacan en la lectura de Hegel, el filósofo Alexandre Kojève. Creo que su lectura puede ser de gran actualidad en muchos puntos, especialmente la de su libro “La noción de la autoridad”. (7) Es un libro escrito justo después de la Segunda Guerra Mundial y de la constatación de una crisis generalizada de las formas clásicas de autoridad, crisis a partir de la que se vieron surgir las más siniestras figuras del autoritarismo. Alexandre Kojève, además de señalar que la Legalidad es el cadáver de la Autoridad, sostiene allí lo siguiente:
“Ejercer una autoridad no sólo no es lo mismo que emplear la fuerza (la violencia), sino que ambos fenómenos se excluyen mutuamente. De manera general, no hay que hacer nada para ejercer la Autoridad. El hecho de estar obligado a hacer intervenir la fuerza (o la violencia) prueba que no hay Autoridad en juego. A la inversa, no se puede —sino a la fuerza— hacer que la gente haga lo que no haría espontáneamente (por sí misma) sin hacer intervenir a la Autoridad”. (8)

Se trata aquí de la violencia como un uso de la fuerza que no es necesariamente física, tampoco como una emergencia súbita de lo real. Es más la violencia como un producto de lo simbólico mismo en la imposibilidad de resolver los impasses de lo imaginario, de la rivalidad y de sus tensiones agresivas. Es una violencia correlativa a la pérdida de autoridad del significante amo como tal. Digamos que en la medida que el sujeto no puede autorizarse en la Ley del deseo sostenida en ese significante amo, hay un recurso necesario a la violencia, también a la violencia de lo simbólico que ya reina allí, en los confines de la palabra.

Desde esta perspectiva, acoger la división del sujeto en relación al significante amo, obtener esa división que de hecho inscribe, transcribe en lo simbólico la división del sujeto ante la pulsión, es un modo de tratamiento posible de la violencia. En todo caso es el modo que el psicoanálisis puede ofrecer en el polo opuesto en el que se colocaría un “guardián de la realidad”. En lugar de pretender tratar la violencia desde el “principio de realidad”, posición que encontramos con frecuencia en los modos de tratamiento por adiestramiento o modificación conductual, se trata de hacer al propio sujeto —y ello empezando por el niño considerado como sujeto responsable de sus actos— guardián del principio del placer como verdadero límite del goce de la violencia. No es una tarea fácil ni cómoda pero es la única forma analítica de acoger y tratar el recurso a la violencia para encontrar en ella la división del sujeto, división que implica estar en el mundo como un ser hablante.


Notas:

1-Pedrolo, M. de. Acte de violència. Editorial Sembra, Valencia 2016.
2-Miller, J.-A. Niños violentosConferencia de clausura de las IV Jornadas del Instituto del Niño. París 2017 en Carretel nº 14. Revista de la DHH-NRC. Bilbao.1917. p. 9-17.
3-Lacan, J. “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”. Escritos, Ed. Siglo XXI, p. 807.
4-Lacan, J. “Introducción al comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinungde Freud”. Escritos, ed- Siglo XXI, México 1971, p. 360.
5-Miller, J.-A. Opus cit. p. 10.
6-Lacan, J. “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”. Escritos, Ed. Siglo XXI, p. 801.
7- Kojève, A. La noción de la autoridad. Ed. Nueva Visión, Buenos Aires 2006.
8- Kojève, A. Opus cit. p. 38.

  
La violencia intratable
Por Hélène Deltombe

Es habitual pensar que la violencia es un abuso, incluso un fenómeno patológico, tanto a nivel individual como en el plano social. Freud propone invertir esta proposición, en particular en su Malestar en la cultura subrayando que la violencia es nuestro destino desde la más tierna infancia y a todo lo largo de nuestra existencia. Y constata que la vida civilizada no se mantiene sino al precio de esfuerzos constantes a pesar de los cuales la violencia puede surgir bruscamente, salvajemente, sin que se la pueda contrariar.

Y esto desde el origen: “Imaginemos -escribe Freud a propósito del recién nacido- un ser vivo casi por completo inerme, no orientado todavía en el mundo, que captura estímulos en su sustancia nerviosa” (1). Excitaciones externas de las que no puede huir, y excitaciones internas que tienen un “carácter de esfuerzo constante; estos estímulos son la marca de un mundo interior, el testimonio de unas necesidades pulsionales” (2). El bebé está sometido a pulsiones parciales en conflicto, está sometido a un organismo sin unidad, disarmónico, y está sin medios para reaccionar a la violencia de esta situación en la que dominan “la impotencia motriz” y “la dependencia de la lactancia” (3).

¿Cuáles son las experiencias subjetivas que permiten al niño hacer frente a la violencia que se desencadena en él? La violencia del grito del niño no se difumina sino si deviene llamada al Otro. Los gritos de desesperación, la violencia que eso suscita en él, sin medios para apaciguarla, no pueden atemperarse sino en el encuentro con el deseo del Otro que da existencia al sujeto. Si el Otro no responde, la violencia puede alcanzar paroxismos que obstaculizan la entrada en lo imaginario y en lo simbólico.

La aparición del balbuceo en el recién nacido es la primera forma de expresión que humaniza la violencia de sus sensaciones y de su sentimiento de soledad. Ya se trate de una manifestación de placer o de displacer, el balbuceo no se desarrolla sino si es entendido por el Otro como expresión lenguajera, de otro modo corre el riesgo de extinguirse. ¿Cómo pasar de un “querer gozar” a un “querer decir” si no es “gracias al hecho de que el querer gozar sea ya entendido como un querer decir”? (4). Los significantes del Otro neutralizan la violencia de las tempestades de excitación que atraviesan al niño, dando una primera unidad al cuerpo fragmentado mediante la modulación de la voz que apacigua e invita al encuentro, y por la búsqueda de sentido.

Este equilibrio frágil se ve reforzado por la constitución de una unidad imaginaria producida en el niño por el encuentro de su imagen en el espejo. Pasa “de una imagen fragmentada del cuerpo hasta una forma que llamaremos ortopédica de su totalidad” (5).

Pero esta “asunción jubilatoria de su imagen especular” (6) está en el origen de un nuevo tipo de violencia, pues “es ese momento el que hace volcarse decisivamente todo el saber humano en la mediatización por el deseo del otro, constituye sus objetos en una equivalencia abstracta por la rivalidad del otro” (7). Esto funda la “estructura paranoica del yo”. (8)

El impacto inevitable de traumatismos y el empuje constante de la pulsión relanzan manifestaciones de violencia que no podrán ser realmente reducidas, sino por la entrada del sujeto en un proceso de simbolización. Para que la experiencia del psicoanálisis aporte su concurso decisivo, a la eficacia del significante, mediante la tentativa de traducción de la violencia por decires y respuestas, puede ser necesario también “dar su lugar a una violencia infantil como modo de goce, incluso cuando es un mensaje”, y “proceder con el niño violento preferentemente por la dulzura, sin renunciar a utilizar, si es necesario, una contra-violencia simbólica” (9). 


Notas:

1.- Freud S., “Pulsiones y destinos de pulsión”, Obras completas, volumen 14. Amorrortu, Buenos Aires, 1993, p. 114.
2.- Ibid, p. 15.
3.- Lacan J., “El estadio del espejo”, Escritos 1, Siglo XXI, Buenos Aires, 2005, p. 87.
4.- Miller J.-A., La fuga de sentido, Paidós, Buenos Aires, 2012, clase de 31 de enero de 1996.
5.- Lacan J., “El estadio del espejo”, op. cit., p. 90.
6.- Ibid., p. 87.
7.- Ibid., p. 91.
8.- Lacan J., “La agresividad en psicoanálisis”, Escritos 1, Siglo XXI, Buenos Aires, 2005, p. 106.
9.- Miller J.-A., “Niños violentos”, revista Carretel nº 14, p. 17. 


Cómo educar según la comunicación no violenta


El dogma de la no-violencia
Por Delphine Jézéquel

“Un dogma no se discute,
 se lo adopta a pie juntillas.”

Miller J.-A., “L’École, le transfert et le travail”


Desde el punto de vista de la política, la gestión de la violencia sigue siendo un desafío mayor para los estados teniendo que educar a la generación futura. Así, el Consejo de Europa considera a la educación positiva como la que respeta más directamente los derechos del niño. Esta alternativa educativa ha sido transmitida especialmente por la psicoterapeuta Isabelle Filliozat cuyo libro No más rabietas: claves para evitar y solucionar los conflictos con tu hijo, ha vendido más de 60.000 ejemplares. Este método se ha erigido como solución para contrariar la pulsión de muerte a todos los niveles.

La comunicación no-violenta (CNV) es uno de los principios fundamentales de la educación positiva. Desarrollada en los Estados Unidos en los años 60 por el psicólogo Marshall Rosenberg, la CNV se inspira en los trabajos de Carl Rogers y de Gandhi. Se trata de instaurar entre los seres humanos relaciones fundadas en una cooperación armoniosa. La idea es transformar los conflictos, las crisis de cólera, en diálogo. Para lograrlo la CNV propone enseñar una comunicación despojada de toda violencia, comenzando por uno mismo, pues “¿cómo pretender una buena escucha del otro si no sabemos hacerla nosotros mismos?” (1). Esta pedagogía se apoya en las neurociencias y las leyes naturales de aprendizaje del cerebro. Aunque basada en el paradigma científico, queda confusa. Se enseña que se trata de tomar “plena conciencia” de lo que se espera del otro y de los sentimientos, de formularlos, de expresar las necesidades “sin ejercer violencia sobre los interlocutores” (2), mediante un vocabulario positivo. Por consecuencia, no serán violentos. La comunicación es calificada de “ganador-ganador”, con la ecuación padres no-violentos = niños no-violentos. El objetivo es muy atractivo: construir un mundo más agradable para todos, donde cada uno pueda tener un lugar sin juicio ni agresividad.

Sin embargo, “ignoran la cuestión del goce, verdadero impacto de la pulsión en el cuerpo, actuando en una iteración que no se arregla con buenos consejos…” (3). Se encuentran en este método los dos aspectos subrayados por Clotilde Leguil en su último libro (4). De una parte, la dimensión colectiva identitaria en la cual el “nosotros” se sustituye al sujeto. Así, ya no es necesario hacer la diferencia entre un individuo y otro, estando ahí la comunidad como protección imaginaria contra la pulsión de muerte. De otra parte, el recurso al discurso científico. Aquí no es importante hacer la distinción de los seres humanos según su historia y su deseo, pues lo que sucede es traducible en términos numéricos. La CNV hace pues desaparecer la dimensión subjetiva, “el lugar donde el je intenta expresarse” (5).

El psicoanálisis de orientación lacaniana propone otra vía, desplazando al sujeto de las identificaciones y haciendo un lugar a ese goce que no encaja. No niega la parte de agresividad de cada sujeto, la sitúa en el corazón mismo de su constitución. Tomando apoyo en la transferencia, un sujeto podrá entonces encontrar su respuesta particular, del lado de la invención.


Notas:
3.- Bonnaud H., «Niños tiranos», Lacan Cotidiano, n°782, julio 2018, www.lacanquotidien.fr
4.- Leguil C., Je, une traversée des identités, Paris, PUF, 2018.
5.- Leguil C., Je, une traversée des identités, op. cit., p.14.



Evil children

Por Martine Revel 


El niño maléfico (evil children) es un elemento recurrente en las películas de terror. Silencioso pero poseído por las tinieblas, irreprochable en apariencia pero proclive a despedazarnos en cuanto le damos la espalda.

La mayoría de nosotros tenemos el recuerdo de las gemelas de El resplandor (1), de los niños de El pueblo de los malditos (2) o de La Profecía(3), del hijo muerto-viviente de El cementerio viviente (4), del bebé en La semilla del diablo (5), o aún las risas de niños en El proyecto de la bruja de Blair (6). Citemos también Esther en La huérfana (7), los niños monstruos de Cromosoma 3 (8), etc.

Hay el niño que es el Mal y aquel que es poseído por el Mal. Hay aquel del que hay que huir absolutamente y aquel que se exorciza, pero es el rictus demoníaco de esos niños lo que nos retiene, lo que nos fascina. Podemos leer, a propósito de ello, que se trata de una desviación de la inocencia, que ellos “vienen a reavivar nuestros miedos más ocultos, por ejemplo, los de ver a nuestros descendientes revolverse contra nosotros, que son el símbolo de un futuro incierto, de un mundo donde no tendremos lugar” (9).

La inocencia y el bienestar son agujereados por un real que surge, y es ahí que la violencia de esos niños, violencia “sin porqué” (10), viene a encontrarse con la clínica lacaniana del goce: “su modo de entrada (el del goce) es siempre la efracción, (…) la ruptura, la disrupción en relación a un orden anterior, hecho de la rutina del discurso por el cual se sostienen las significaciones” (11).

Sin embargo, esos pequeños monstruos que son los personajes de las películas de terror, que no se destacan sino sobre el fondo de la pantalla, pueden ser vistos como reveladores de este goce: en el fondo no son sino las sombras de lo que nos anima. Son el tipo mismo de lo que Lacan definía como goce: “Se empieza con las cosquillas y se acaba en la parrilla” (12). Lo real así enmarcado por lo imaginario y lo simbólico nos permite aterrorizarnos… con delicia.

¡Ver muchas veces el final de La semilla del diablo para intentar ver el rostro del diablo! ¡Volver a ver innumerables veces las idas y vueltas que hace Dany con su coche a pedales en los pasillos del hotel Overlook para buscar el momento disruptivo de la aparición de las gemelas en una esquina del pasillo! ¿Esas repeticiones, no serían tentativas para reencontrar una y otra vez lo que nos aterroriza siempre al acecho? Pero aquí lo asombroso es ir a ese encuentro por el sesgo del niño, de la imagen del niño, de una imagen de niño violento. David Cronenberg no se equivocó en su película Cromosoma 3, que había titulado inicialmente El horror interior: una joven mujer da bestialmente nacimiento a niños monstruos que matan en función de las cóleras de su madre. Esa película se titula también Thebrood: eso que incuba y que no espera sino un pequeño clic (en el silencio de la noche) para inflamarlo todo.

El niño es un Otro absoluto en sí, un Otro familiarmente extraño –Das Unheimliche-, lejos de la inocencia y de la dimensión melodramática que su imagen sugiere habitualmente.

Este niño violento es una construcción, cinematográfica más o menos genial que, para algunos cineastas (Kubrick, Carpenter, Cronenberg, Polanski…) es de hecho una forma de tratamiento de un real que es el destino de todos nosotros. Lejos de la imaginería de niños bárbaros, es algo a seguir a la letra: ¡eso mueve… eso aúlla… eso desgarra!



Notas:


1.- Kubrick S., El resplandor, 1980, USA., basado en una novela de Stephen King.
2.- Carpenter J., El pueblo de los malditos, 1995, USA.
3.- Donner R., La Profecía, 1976, USA.
4.- Lambert M., El cementerio viviente, 1989, USA, basado en una novela de Stephen King.
5.- Polanski R., La semilla del diablo, 1968, USA.
6.- Sanchez E., Mynck D., El proyecto de la bruja de Blair, 1999, USA.
7.- Collet-Serra J., La huérfana, 2009, USA.
8.- Cronenberg D., Cromosoma 3, 1979, Canadá.
9.- Moser L., «Pourquoi les enfants sont-ils autant utilisés dans les films d’horreur»,Les Inrocks, 2 novembre 2015.
10.- Miller J.-A., “Niños violentos”, revista Carretel nº 14, p. 14.
11.- Laurent E., “Disrupción del goce en las locuras bajo transferencia”.
12.- Lacan J., Seminario XVII, El reverso del psicoanálisis, Paidós, Barcelona, 1992, p. 77.

  


 ¡Consola me!
Por Emmanuelle Chaminand Edelstein

Hay urgencia en captar para cada niño o adolescente del que se dice violento, la cosa violenta (1) en él. Esta cosa violenta es a veces un síntoma, metáfora de un desorden que encuentra sus raíces en el inconsciente. A menudo, especialmente para los jóvenes sujetos psicóticos, fuera de sentido. Nuestra atención recaerá más sobre las condiciones de la explosión que sobre la causalidad.


Un cuerpo agitado

N. tiene 12 años y suscita movimientos contradictorios en los cuidadores: “Es demasiado joven”, “No puede quedarse solo ni cinco minutos”, “A veces es muy agradable y a veces insultante”. Se hizo la apuesta de que podríamos sostenerlo, pero los meses siguientes fueron muy difíciles para el equipo… y para el joven N. El grupo le resulta muy difícil de vivir. Puede estar en vínculo en las relaciones duales. Le gusta conversar y es muy agudo, pero los desacuerdos y la frustración desencadenan cólera y violencia. En el seno del grupo, alterna la burla y la agresividad. Pone imágenes pornográficas en el teléfono de otro joven, imita sodomías sobre otros. Ese desbordamiento pulsional testimonia de un demasiado: lo sexual está en primer plano sin represión. Se masturba contra las paredes de la institución o en entrevistas con los adultos. Poco a poco, consigue describir algo que le invade en su cuerpo y con lo cual no sabe qué hacer. Esta excitación le desborda y él desborda muy a menudo mediante la violencia verbal y física. La cosa violenta y la cosa sexual le ocupan permanentemente. Poco de para-excitación en el horizonte: lo sexual hace violencia.


Los objetos

N. habla principalmente de sus objetos, los trae a veces. Su objeto de preferencia es su DS (2). El significante que él utiliza, “su consola”, resuena del lado de un objeto, ciertamente de satisfacción pero también de lucha antidepresiva. Hablar de este objeto le permite evocar el temor de un derrumbe mayor: la consola le mantiene a flote. Ella es su compañía principal, objeto de todas sus atenciones, objeto de transacción con sus padres, y muy a menudo fuente de conflicto.

En sesión tiene permiso para traerla. Necesita mostrarla para nombrarla y hacer de ella un objeto de trabajo. La consola apacigua la pulsión. Hablar de ella le permite pasar un poco de ello y un inicio de dialectización. N. es “adicto” a las pantallas, desde su niñez. Hay que entender la pantalla en múltiples acepciones, pues le corta de la relación a los otros, pero también le protege. Actualmente, la DS es un remedio para parar la angustia del vacío. N. es invadido por pensamientos y fenómenos corporales que le asaltan cuando no tiene nada qué hacer. Podemos plantear la hipótesis de que la DS colma ese vacío, permite juntar pensamiento y cuerpo, consol-idearse. Apostamos sobre las invenciones de los equipos y la palabra de N. a fin de que este adolescente pueda sostenerse un poco más en la vida sin ser aspirado por el vacío, y que su violencia, la de los días en las que aporta una causa, y la de los días en que no, pueda pacificarse.



Notas:

1.- Leduc C., «Argumento», V Jornada de estudio del Instituto Psicoanalítico del Niño «Niños violentos», http://institut-enfant.fr/2018/06/06/argument/.
2.- DS por dual screen, doble pantalla.
 
Traducción de Le Zappeur nº 4: Gracia Viscasillas


Equipo de traducción:

Giuliana Casagrande, Diana LernerMariam Martín (responsable),
Tomás Piotto, Elvira Tabernero y Gracia Viscasillas

Composición y revisión: Mariam Martín